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5 Feb 2019
derecho enseñanza del derecho ética ética profesional

Ética profesional y vigencia social del derecho. Desafíos en la enseñanza del derecho por María Laura Ochoa

Por María Laura Ochoa

 

  • Sumario: I. Introducción.
  • II. La responsabilidad del abogado en la vigencia social del derecho.
  • III. La construcción del mejor discurso jurídico disponible en una comunidad y la responsabilidad ética de los operadores jurídicos en esa construcción.
  • IV. La tarea de las universidades en la formación ética de los profesionales del derecho con las competencias necesarias para abogar y juzgar en sus comunidades.
  • V. Conclusiones.

La universidad es mucho más que una organización dedicada a la preparación profesional y técnica del estudiante que transita la educación superior. En la universidad debemos desarrollar las capacidades
personales, relacionadas con la dimensión proyectiva de la persona, formando profesionales por y para la comunidad. Pero, a su vez, debemos trabajar la dimensión introyectiva de la persona, su capacidad para
reflexionar sobre el papel que representa en la comunidad en la que vive.
(*)

I. Introducción

Los operadores del derecho en una comunidad son los que participan de la construcción del discurso jurídico. Interpretan y aplican las reglas de derecho creadas por la libre deliberación democrática. Discriminan la esfera pública de la privada evitando su confusión. Tramitan y resuelven los conflictos de intereses y de poderes en sus comunidades, ya que les ha sido entregado el monopolio del servicio público de justicia. Son los encargados de poner freno a los poderes invisibles ilegales y extralegales que atentan contra las instituciones democráticas.

Es a través de la argumentación y el ejercicio del discurso retórico, donde se aprende el arte de la persuasión. En la democracia deliberativa, el ejercicio retórico se conjuga en el diálogo que se da entre los operadores jurídicos, en los diversos roles que ocupan, en las diferentes técnicas de solución de conflictos. Así, jueces, fiscales, defensores, consejeros, abogados de parte, participan de la construcción del mejor discurso jurídico disponible. La mejor decisión será producto de los mejores argumentos diseñados por los profesionales del derecho, puestos a dialogar en los procesos de solución de controversias.

Los mecanismos de resolución de conflictos en las democracias modernas tienden a ser cada vez más participativos. Las negociaciones y mediaciones obligatorias, los juicios por jurado, la justicia vecinal, son algunos ejemplos. Los operadores jurídicos asumen nuevos roles, en la dinámica de construcción del discurso jurídico en estas técnicas participativas de solución de conflictos: abogados mediadores y negociadores, abogados que dialogan con jurados no técnicos, abogados oradores a partir de la creciente oralidad de los procesos.

Las normas procesales y las ético-profesionales diseñan los modos de esa construcción dialógica del derecho. Los profesionales del derecho que ejercen de manera monopólica el servicio de justicia de sus conciudadanos deben apegarse a las reglas procesales y ético-profesionales que dan forma a los procesos de solución de controversias y que garantizan el respeto y la concreción de los derechos humanos en sus comunidades. Cuando no lo hacen, las reglas de derecho ya no son accesibles para sus destinatarios, ni muestran una cierta regularidad en su aplicación; las herramientas jurídicas ya no aportan remedios a los problemas que la sociedad plantea en los casos concretos; esas herramientas pasan a ser funcionales a ciertos colectivos que reciben sus beneficios en detrimento de otros, y ya no se orientan al bien común; cuando los operadores del derecho olvidan la finalidad con la que han sido concebidas esas reglas y les asignan usos que se apartan de las metas propuestas por el debate colectivo, surge la desconfianza en el servicio de justicia que prestan. Se ven entonces afectados los presupuestos de la deliberación democrática: la publicidad, la generalidad, la universabilidad, la facticidad y la finalidad de las reglas allí consensuadas.

El incumplimiento de las reglas que dan marco a este debate judicial trae aparejadas consecuencias funestas para el justiciable. El debate jurisdiccional es el último reducto al que las personas confían el reconocimiento de sus derechos, que, hallándose conculcados, aguardan los resultados de esa deliberación para encontrar su protección. Si en ese debate no se siguen las reglas que aseguran la igualdad de información entre todas las personas involucradas, el acceso a la representación jurídica de todos los sujetos interesados en ese debate, la garantía de la libertad e independencia de quienes participan de ese juego deliberativo, por enunciar algunos de los principios de la ética profesional que regulan ese proceso, indefectiblemente el justiciable no hallará justicia en el caso llevado a esa discusión. Si el justiciable no halla respuesta adecuada a su reclamo, por defecto en alguna de las reglas procedimentales (sean reglas de los procesos o las derivadas de la ética profesional), su derecho seguirá siendo vulnerado. Si hay violación a un derecho entonces no se está cumpliendo con alguna de las reglas sustanciales obtenidas a partir de la deliberación democrática. En consecuencia, la vigencia social del derecho se verá afectada, y el servicio de justicia de la comunidad perderá credibilidad y mermará su legitimidad.

En la Conferencia de las Cortes Supremas de las Américas del año 2009, que tuvo lugar en Buenos Aires, el 3 y el 4 de septiembre, en el panel sobre Organización y Gestión del Poder Judicial, el presidente de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica explicaba: «Imagínense qué paradoja le presentamos al ciudadano, cuando por un lado lo convencemos de que no puede resolver los conflictos por su propia mano, que para eso se han creado los Tribunales de Justicia, los cuales deben ayudar a financiar a un costo creciente, a costa de invertir menos dinero en escuelas, carreteras y hospitales y por otra parte, nos hemos encargado de ponerle limitaciones, y cargas, de tal forma que sólo una parte muy reducida de la población puede costear los gastos para acudir a ella. Aun así nos sorprendemos y hasta indignamos cada vez que el ciudadano nos califica de ineficientes o nos rasgamos las vestiduras frente a estudios que demuestran que el 75% de la población latinoamericana no entiende el rol de los poderes judiciales o lo siente ajeno y distante» (1).

El Informe 2017 de Latinobarómetro (2) muestra que el índice de confianza en el Poder Judicial, último reducto al que el ciudadano confía la protección de sus derechos que ya han sido lesionados, alcanza el 25% en promedio en Latinoamérica, porcentaje que coincide con el índice de confianza en ese servicio en nuestro país, y «con Costa Rica en primer lugar con el 43%, seguido de Uruguay con 41%. Los países con la más baja confianza en el Poder Judicial son Paraguay con 15% y Perú con 18%. Encontramos 15 de los 18 países que tienen una confianza inferior al 30%» (3). Vale decir que el servicio de justicia creado para resolver conflictos a fin de evitar la justicia por mano propia cuenta en nuestro país con un grado de confianza de tan sólo el 25%. La función de abogar y de juzgar en Latinoamérica carece de una imagen positiva según este indicador. Éste es el escenario en la región y en nuestro país.

II. La responsabilidad del abogado en la vigencia social del derecho

El derecho positivo se expresa lingüísticamente en normas, en tanto prescripciones del deber ser que regulan por medio de los operadores deónticos —permitido, prohibido y obligado— la conducta de los hombres en sociedad. Cómo se deciden los patrones de conducta permitidos, prohibidos o debidos es cuestión que hace a la política. Dirá el iusfilósofo español Juan A. García Amado (4): «Desde la política colectivamente se decide lo que cada ciudadano, en tanto que ciudadano, como miembro de la polis puede, debe o tiene prohibido hacer. Las ciencias de la política estudian esas decisiones y su posible fundamento». En ese sentido, el derecho se constituye como una práctica social institucionalizada. Las decisiones vinculantes sobre las pautas de conducta a seguir surgen, en las democracias deliberativas, a partir de decisiones que colectivamente alcanzan las mayorías, y que se plasman en normas jurídicas de alcance general. Esas mayorías en las democracias constitucionales tienen ciertas restricciones a la hora de crear reglas generales; existen ámbitos donde su decisión encuentra un freno, límites impuestos por el debido respeto a los derechos constitucional y convencionalmente protegidos. En ese juego deliberativo las mayorías tienen también la obligación de legislar respecto de temas que no pueden dejar de ser legislados. El maestro florentino Luigi Ferrajoli explica:

«Precisamente, si la regla del Estado liberal de derecho es que no sobre todo se puede decidir, ni siquiera por mayoría, la regla del Estado social de derecho es que no sobre todo no puede dejar de decidir, ni siquiera por mayorías; sobre cuestiones de supervivencia y subsistencia, por ejemplo, el Estado no puede dejar de decidir, incluso aunque no interesen a la mayoría. Sólo para todo lo restante vale la regla de la democracia política según la cual se debe decidir por mayoría, directa o indirecta, de los ciudadanos» (5).

Siguiendo nuestro análisis, diremos que las reglas de derecho gozan de legitimidad cuando manifiestan lo que las mayorías han definido como metas, vale decir, cuando coincide la finalidad de las prescripciones normativas con las valoraciones ético-políticas vigentes en la sociedad a la que se dirigen, y siempre que además, tales decisiones se hayan obtenido de acuerdo con los criterios formales de validez. Serán ilegítimas cuando no logren plasmar los objetivos definidos por el juego democrático y, además, cuando las decisiones tomadas por las mayorías excedan los límites impuestos por el Estado de derecho, respecto de lo que puede o debe ser decidido. Éste es el nivel de la vigencia axiológica del derecho, que incluye el de su vigencia formal y material. La legitimidad del derecho comprende y a la vez supera su estricta validez normativa.

El nivel de la vigencia formal y material del derecho está dado por la correlación entre norma fundante y norma fundada. En esa interrelación, la norma fundante estipula la autoridad u órgano encargado de crear la norma fundada. A su vez, define también el procedimiento de creación de la norma subordinada. Cuando la norma fundada es creada por la autoridad establecida y siguiendo el procedimiento previsto por la norma fundante, podemos decir que la regla es formalmente válida. Esta validez formal se completa a su vez, con la validez material de la norma jurídica, que se adquiere cuando la norma fundante establece mínimamente el contenido de la norma fundada, y la norma creada es coherente y reproduce ese contenido, particularizándolo.

En suma, la vigencia formal y material del derecho estará dada por la adecuación de la norma fundada a los parámetros formales y materiales establecidos por la norma fundante. Podemos identificar, entonces, esta  vigencia formal y material con la validez normativa. El derecho se configura como un sistema autopoiético, ya que regula las condiciones de su propia creación.

Veamos qué sucede con la vigencia social del derecho. Es en esta dimensión del derecho y su vínculo con la realidad, en la que se aprecia el derecho como una práctica social. Este universo simbólico al que llamamos derecho, garantiza, regula y orienta la conducta humana, y lo hace en general sin necesidad de recurrir al uso de la fuerza.

La sanción jurídica es aplicada por ciertos órganos del Estado, como consecuencia de las violaciones a los intereses y derechos jurídicamente protegidos. Por eso decimos que el derecho utiliza la técnica indirecta de motivación de la conducta a través de la sanción, amenazando con un castigo a aquellos actos definidos como ilícitos por el sistema, y anulando los actos inválidos, aquellos otorgados sin los requisitos previstos por las normas del sistema. La efectividad del derecho radica entonces, primero y de manera central, en la aceptación social de los significados normativos por parte de la comunidad. Esta aceptación generalizada del universo simbólico llamado derecho funciona como condición previa. Explica Ferrajoli (6) que «Si los derechos fundamentales no fueran socialmente compartidos sería como si no existiesen […] La efectividad de cualquier situación se basa mucho más en este consenso o aceptación de los significados jurídicos que en la fuerza».
Cuando se hace necesario el uso de la fuerza para lograr esa adhesión, significa que el derecho ha fracasado en tanto sistema simbólico. Existe una relación inversamente proporcional entre la necesidad de recurrir al uso de la fuerza por parte de la autoridad y el grado de aceptación social de los significados jurídicos. Las democracias son tanto más fuertes, cuanto más extendida es la aceptación de las reglas jurídicas imperantes, y cuanto menor es el uso de la fuerza pública para garantizarlas.

Para el maestro italiano, la efectividad de este universo simbólico entra en crisis cuando:

1. Son violadas las normas que prevén la producción de normas por parte de los poderes instituidos, en suma, cuando se debilitan sus Constituciones. Ejemplos: el embate de la corrupción política, los ataques por parte de poderes invisibles ilegales o extralegales a las instituciones, en los conflictos de intereses y de poderes y la confusión entre la esfera pública y la privada.
2. O bien cuando la lengua normativa se vuelve oscura, incomprensible, ambigua, contradictoria, vaga o indeterminada. Estas situaciones destaca Ferrajoli, atentan contra la vigencia social del derecho, que radica fundamentalmente en el acatamiento generalizado de la comunidad a las normas del sistema jurídico. En el primer caso, porque no se han cumplido las reglas de producción normativa. Los significados normativos son inválidos e ilegítimos. Se ha roto la cadena de validez, y ese universo simbólico no plasma los valores ético-políticos vigentes en la comunidad. En el segundo caso, el derecho se desconoce, resulta inaccesible al ciudadano. Detrás de la complejidad del entramado jurídico normativo se ocultan intereses privados, contrarios al interés general. La tecno-burocracia jurídica se instala y desplaza al derecho como práctica social institucionalizada. En esta línea de pensamiento, podríamos preguntarnos desde la perspectiva ética del ejercicio profesional del abogado, cualquiera sea el rol que desempeñe dentro del servicio de justicia de su comunidad:

—¿Afecta a la vigencia social del derecho el desempeño del profesional del derecho que defiende, o bien no pone freno, a los poderes invisibles ilegales y extralegales que atentan contra las instituciones democráticas?

— ¿Qué responsabilidad tiene el operador jurídico frente a la oscuridad e inaccesibilidad del derecho, fundamentalmente, en los casos en los que esa dificultad en la comprensión del derecho afecta a los colectivos más vulnerables de su comunidad?

— El profesional del derecho en ejercicio de su rol, ¿tiene el deber de reducir la ambigüedad y vaguedad de las reglas, su indeterminación, comunicando de manera sencilla los contenidos jurídicos a sus destinatarios?

— ¿Cuál es su función frente a la contradicción normativa, que genera un alto grado de incertidumbre jurídica en los destinatarios de las reglas? En suma, podríamos resumir todas estas cuestiones en el título de este apartado ¿cuál es el alcance de la responsabilidad de los abogados en la democracia deliberativa, como promotores de la vigencia social de ese universo simbólico que constituye el derecho?

III. La construcción del mejor discurso jurídico disponible en una comunidad y la responsabilidad ética de los operadores jurídicos en esa construcción

En la actualidad, el acceso a la información y la publicidad de los actos gubernamentales es complejo y poco transparente, y la tendencia es creciente. La mediación de los profesionales entre esos contenidos y la ciudadanía cobra una relevancia inusitada. Carlos M. Cárcova advertía: «No se trata ya de discutir acerca de esta fictio iuris que, como tantas otras, parecen ser constitutivas del discurso del derecho. Se trata de afirmar que nuestras sociedades están en condiciones de movilizar una inmensa masa de recursos no sólo financieros, también humanos, burocráticos, organizacionales y tecnológicos, para divulgar nociones mínimas y fundamentales acerca de derechos básicos y garantías entre toda la población. Y que ello produciría, sin duda, un salto cualitativo en términos de políticas de igualación. Que esto sea o no primordial ético-política de gobiernos y Estados es, claro está, harina de otro costal» (7).

Pensemos entonces en la responsabilidad de los profesionales del derecho, y la eficiente utilización de los recursos disponibles, para la construcción del mejor discurso jurídico en sus comunidades. Quienes operan con el derecho lo reconstruyen dialógicamente. Cuando se lo enseña en las universidades, cuando se ejerce la representación de los intereses y reclamos de las personas, cuando se dirimen los conflictos de intereses y poderes, cuando se asesora jurídicamente, cuando se negocia o media frente a situaciones jurídicas concretas, cuando se elaboran productos científicos que son defendidos en congresos o en reuniones científicas, todas esas intervenciones implican un juego dialógico en torno a las reglas de derecho, su aplicación e interpretación. La pregunta es entonces, cómo se construye ese mejor discurso jurídico en una comunidad. Analicemos la actividad discursiva de otro ámbito normativo social. Según Nino (8), el discurso moral es una actividad social que desarrollamos de manera cotidiana. Este discurso moral es una «técnica social que nos permite converger —cuando tiene éxito— en ciertas actitudes o acciones mediante la libre aceptación de ciertos principios para guiar la conducta». Este discurso moral se propone como objetivo lograr la admisibilidad de un principio ético sustantivo, y para lograrlo sigue ciertas reglas procedimentales para su creación. El discurso de la moral social explica Nino, busca evitar conflictos y lograr la cooperación entre las personas. Los fines que se propone el discurso moral son los mismos que persigue el discurso jurídico.

El discurso moral opera a través del consenso, de la libre adhesión voluntaria a ciertos principios de conducta. Lo mismo podemos decir del derecho moderno, producto de la deliberación democrática y de la adhesión o acatamiento generalizado, como veíamos en el punto anterior. Incluso, cuando debe recurrirse de manera eventual al uso de la fuerza estatal para hacer cumplir la conducta prevista en las normas jurídicas —rasgo que diferencia el discurso moral del discurso jurídico—, decimos que el derecho ha fracasado.

Nino menciona los rasgos formales que los principios morales deben tener para lograr ese consenso o adhesión compartida y generalizada:

1. Publicidad: los principios morales deben ser públicos y accesibles, deben estar explicitados.
2. Generalidad: deben estar basados en regularidades y expectativas para guiar el comportamiento de la gente. 3. Superveniencia: esta característica hace a la facticidad de la moral traducible en comportamientos observables, que resulten de evidencias comprobables intersubjetivamente.
4. Universabilidad: los principios morales justifican un obrar o actitud genérica, siempre que se dé en iguales circunstancias.
5. Finalidad: constituyen la ultima ratio en el razonamiento, son razones para la justificación de la acción humana.
Los operadores jurídicos, promotores de la vigencia social del derecho en sus comunidades, tal es la tesis que sostenemos, deberán construir el diálogo jurídico teniendo en cuenta estos rasgos comunes que comparten
las reglas del derecho y las reglas de la moral social, con el objeto de conseguir la adhesión a partir del consenso.

La publicidad y, en consecuencia, la accesibilidad de las reglas de derecho se contraponen al velo de oscuridad e incomprensibilidad que las torna opacas para sus destinatarios. Para superar esta tensión, los profesionales de las ciencias jurídicas serán verdaderos traductores de las reglas del derecho en sus comunidades. Lejos de la tecno-burocracia, los profesionales del derecho deben colaborar en el entendimiento de las reglas de juego vigentes en la sociedad. La comunicación clara de los contenidos jurídicos, en la diferenciación precisa de la esfera pública y privada, forma parte de sus responsabilidades. Este principio se ve reflejado en reglas deontológicas, como el derecho a la información del cliente y su correlato, el deber del abogado de informar al cliente y de no generarle falsas expectativas; la utilización de un lenguaje comprensible para el justiciable por parte del juez; el deber del notario de brindar a las partes que celebran un negocio jurídico la información necesaria para entender qué tipo de acto están otorgando, extremando su diligencia para informar a la parte más débil del contrato; el deber de informar a las partes respecto del conflicto y sus consecuencias, acerca de la técnica de la mediación y los principios que la rigen, con relación a los límites de la técnica y al rol del mediador; brindar a las personas que adoptan voluntariamente los métodos alternativos de solución auto-compositiva de su controversia el espacio de libertad que la misma técnica exige para su desarrollo eficaz.
La generalidad de las reglas del derecho, es decir, la igualdad ante la ley, es un principio del derecho moderno, manda constitucional en los países en los que rige el Estado de derecho. Incluye la igualdad en el acceso a los beneficios que las normas prevén. Los profesionales del derecho trabajarán priorizando la representación y defensa de los derechos e intereses de los colectivos más postergados, a fin de hacer cumplir este precepto. Éste es su rol de igualadores retóricos entre los miembros de la sociedad. El principio de debido proceso impone al Estado la obligación de disponer la defensa gratuita de los ciudadanos, a través de los defensores oficiales que garantizan ese derecho constitucional. En el caso, por ejemplo, del abogado del niño, la observación del Comité de Derechos del Niño de la ONU 14/13 establece criterios al momento de evaluar el ISN en toda decisión concreta que afecte a niños, niñas y adolescentes: la opinión del niño en el caso deberá ser escuchada atendiendo a las circunstancias adicionales que en virtud de su vulnerabilidad dificulten la escucha del niño (niño muy pequeño, niño con capacidades diferentes, niño que pertenece a grupos minoritarios, niños migrantes). En la función de fedatario público que veíamos en el párrafo anterior, este operador del derecho debe extremar el cuidado en su asesoramiento integral, cuando identifique un grado mayor de vulnerabilidad en una de las partes que celebran el acto jurídico. Las leyes de creación de los Colegios de Abogados les imponen la obligación de organizar consultorios jurídicos gratuitos que presten ese servicio social a los colectivos más postergados, y las reglas deontológicas imponen a los abogados la carga pública de aceptar el caso que les sea asignado por el colegio profesional. Incluso desde las universidades se organizan clínicas jurídicas de interés público para la defensa de ciertos intereses colectivos.

La superveniencia o facticidad del derecho exige un rol activo del abogado, en la estipulación y la observancia de las técnicas adecuadas en la aplicación de las normas jurídicas a los hechos concretos, en la construcción de los argumentos que permitan la traducción de los intereses privados en términos públicos, convalidables o invalidables por medio de controles lógicos y empíricos (9). La función jurisdiccional parte de la denotación o verificación jurídica, y la comprobación fáctica, de los hechos, para luego efectuar la connotación específica del caso o juicio de equidad. Es en este juicio de equidad en el que el juez logra la máxima adherencia del juicio a las circunstancias concretas del caso juzgado. A través de esta discrecionalidad lleva la justicia al caso, resolviendo la tensión entre la generalidad de la norma aplicable y la particularidad del caso, y es allí donde se manifiesta su poder. La función judicial en ese impartir justicia, se constituye como un poder que irradia hacia lo múltiple, lo plural, lo variado, lo marginal o lo que se aparta del rumbo, en ese «dar a cada uno lo suyo» (10). La traducción jurídica que hace el abogado del interés particular que el cliente lleva a su conocimiento puede ser realizada tanto en el debate jurisdiccional como en el asesoramiento profesional. En el asesoramiento jurídico, la determinación del interés del cliente conlleva tareas complejas. El abogado debe individualizar ese interés, despojarlo muchas veces de las pasiones que acompañan el relato, desentrañar los intereses no siempre explicitados de las tramas de los vínculos humanos, identificar la pluralidad de intereses cuando se asesora a un grupo (p. ej. el interés de la empresa-socios-gerentes, de los desarrolladores-constructores-comercializadores de un emprendimiento inmobiliario, o los intereses de una pluralidad de herederos o condóminos). A su vez debe traducir ese interés particular en términos de lo que las normas prevén como conductas permitidas o autorizadas expresamente, o bien en conductas que, no estando encuadradas en los mandatos generales, no contradicen otros consensos del sistema. La imaginación profesional se pone en juego en esta actividad, la mirada del experto que conoce cómo funciona el sistema, y que busca las mejores herramientas disponibles para que las personas puedan desarrollar sus proyectos vitales del mejor modo, en el plano de coexistencia social. En esta tarea, el abogado debe conocer las reglas y su función; es importante que sepa cómo usar las herramientas jurídicas disponibles, pero entendiendo esa técnica jurídica como una parte de una ética funcional del derecho, que debe asegurar la mejor coexistencia asociada. Porque, como dijimos, no podrá defender un interés particular a costa del interés público.

La universabilidad de las reglas del derecho, en tanto la extensión de su reconocimiento en iguales circunstancias a todos los miembros de la comunidad, alcanza tanto a los representantes como a los representados. Un ejemplo de inconsistencia pragmática de los operadores jurídicos a la hora de la construcción del mejor discurso disponible, se da con habitualidad en aquellos que desde la cátedra enseñan el derecho conforme a estas reglas de juego, y luego ejercen su rol profesional apartándose de estas pautas. Roberto Gargarella, sociólogo y jurista lo explica claramente al referirse a la predisposición de los abogados más brillantes, a representar a los más poderosos sirviendo a su impunidad, mientras desde las cátedras pregonan un derecho más igualitario: «Muchos colegas, por caso, escriben, enseñan y predican un derecho más igualitario, pero ejercen la profesión de modos que contradicen abiertamente dicho discurso, orientándose una y otra vez a  servir a la impunidad de los poderosos». La imparcialidad es una de las condiciones para la sujeción del juez a la ley, que se constituye como la segunda característica de la función judicial en las modernas democracias constitucionales, junto a la independencia y a la garantía del juez natural. El juicio opera como una triangulación: una parte acusa, otra parte se defiende y el juez resuelve el caso. El juez debe gozar de la confianza de las partes involucradas en el caso. La ajenidad y neutralidad del juez a los intereses sobre los que debe decidir es indispensable para que pueda resolver de acuerdo con el derecho. Esta indiferencia o desinterés se encuentra garantizada, en parte, con el instituto de la recusación, que pueden solicitar las partes cuando detecten la ausencia de imparcialidad por parte del juez que entiende en su causa. El mismo juez puede solicitar ser excusado de su deber de resolver, cuando entienda que se halla comprometido con alguno de los intereses del caso llevado a su conocimiento.

Por último, la finalidad de las reglas de derecho, que, aplicadas conforme a los fines para los cuales han sido creadas, constituyen la razón última para su aplicación e interpretación. El operador jurídico no puede reducir su intervención a una mera técnica, desprovista del sentido o finalidad de las reglas que interpreta y aplica. Nuevamente, al alejarse de la tecno-burocracia en su actividad profesional, podrá cumplir con su rol de promotor de la vigencia social del derecho. La motivación analítica de toda decisión judicial es la única forma de transparentar la función judicial. Permite vigilar la sujeción de la resolución judicial al derecho, y evitar que detrás de un «tecnicismo» o una aparente «neutralidad» en la decisión se oculte un decisionismo arbitrario por parte del juez.

En suma, estos principios (11): publicidad, generalidad, superveniencia, universabilidad y finalidad de las reglas del derecho de la democracia deliberativa, deben estar presentes en el proceso de construcción del discurso jurídico, y operan tanto a la hora de los consensos  para la creación de las reglas generales, como en el diálogo jurídico al momento de la aplicación de esas pautas a los casos concretos, como ocurre en los procesos judiciales. Martín Böhmer lo explica con claridad en su artículo «Igualadores y traductores»:

Así, la deliberación también sucede, si bien de forma diversa, en el ámbito en el que se aplica la norma y no sólo en el de su creación. En el proceso judicial se reproduce algo de lo que ocurre en la discusión mayoritaria, dado que también constituye un ámbito de deliberación pública, en el cual se intenta que la conversación finalice sólo cuando el mejor argumento silencie la voz de la otra parte. De este modo también puede determinarse por medio de un proceso deliberativo cómo particularizar los mandatos generales, cuándo una norma de la democracia cae o no dentro de las excepciones al respeto irrestricto de la voluntad popular y de qué modo la tensión entre tradición y reforma se resuelve en el caso concreto (12).

Las reglas que rigen el diálogo jurídico se tornan imprescindibles, tanto las normas procesales como las ético-profesionales. Decíamos al iniciar este trabajo que constituyen el marco para la construcción dialógica del derecho. Los profesionales del derecho que ejercen de manera monopólica el servicio de justicia de sus conciudadanos deben apegarse a las reglas procesales y ético-profesionales que dan forma a los procesos de solución de controversias, para garantizar el respeto y la concreción de los derechos humanos en sus comunidades. Cuando no lo hacen, las reglas de derecho dejan de ser accesibles para sus destinatarios, o bien ya no muestran una cierta regularidad en su aplicación; las herramientas jurídicas no aportan remedios a los problemas que la sociedad plantea en los casos concretos; o bien esas herramientas pasan a ser funcionales a ciertos colectivos que reciben sus beneficios en detrimento de otros, y ya no se orientan al bien común. Cuando los operadores del derecho olvidan la finalidad con la que han sido concebidas esas reglas y les asignan usos que se apartan de las metas propuestas por el debate colectivo, surge la desconfianza en el servicio de justicia que prestan. Se ven entonces afectados los presupuestos de la deliberación democrática antes señalados: la publicidad, la generalidad, la universabilidad, la facticidad y la finalidad.

A través de la tarea interpretativa y argumentativa el operador jurídico construye la práctica social dialógica llamada derecho, que, en tanto práctica, apela a la costumbre de utilizar los argumentos que históricamente se vienen dando para casos similares, y a la legitimación que estos argumentos adquieren a partir de su coincidencia con las valoraciones vigentes en esa comunidad. El respeto por el significado y el alcance de ese universo simbólico formado por reglas, construidas a partir de la voluntad de las mayorías, y la previsión de las consecuencias jurídicas que éstas disponen para las situaciones jurídicas concretas constituye un deber jurídico de los operadores del derecho, guardianes primeros del Estado social de derecho. Entendemos que la función del abogado en el Estado de derecho social, consiste en asegurar su vigencia, defendiendo el interés de las personas cuyas libertades se encuentren cercenadas, permitiendo el acceso a la justicia de todos los miembros de una comunidad, y asegurando la preeminencia del interés público. Al respecto dice Martín Böhmer en su texto «Igualadores y traductores»:
«La propuesta aquí ha consistido en argumentar, a partir del pensamiento de Carlos Nino, que sólo en la medida en que la profesión del derecho cumpla con estas tres obligaciones (la de defender el interés del cliente, la de permitir el acceso igualitario de todos a la deliberación jurisdiccional y la de no defender el interés privado a costa del interés público) la tarea que la democracia constitucional le ha asignado en forma monopólica se encuentra justificada» (13).

IV. La tarea de las universidades en la formación ética de los profesionales del derecho con las competencias necesarias para abogar y juzgar en sus comunidades

En un intento por humanizar la formación brindada por las instituciones universitarias, la Declaración Mundial sobre la Educación Superior en el Siglo XXI de la UNESCO, celebrada en París el 09/10/1998, establece las acciones que deberán implementar las universidades en la formación de profesionales del siglo XXI. En las prioridades que deberán fijar en sus programas prevé el respeto por la ética, el rigor científico e intelectual, y el abordaje multi y transdisciplinario del conocimiento. Y más adelante agrega: «los principios fundamentales de una ética humana, aplicados a cada profesión y a todos los ámbitos del quehacer humano» (14). La universidad es una de las instituciones protagonistas del nuevo orden económico, profesional, social y cultural. En ellas se forman los nuevos cuadros que liderarán las instituciones y organizaciones encargadas de tomar y ejecutar las decisiones económicas, políticas, culturales y sociales en sus comunidades. En ese sentido, la formación del carácter e identidad del universitario se torna indispensable. La formación del ciudadano del siglo XXI también ha de representar la formación de personas por y para la comunidad. Éste es el fundamento que nos lleva a pensar que las competencias personales que hacen al ethos profesional deben desarrollarse transversalmente. Luego, sobre el final de la carrera, una materia que específicamente revise los contenidos de la ética y la deontología profesional permitirá volver a reflexionar sobre el impacto que la actividad profesional del abogado tiene en la vida de las personas, desde los diferentes roles de los profesionales del derecho.

A partir del año 2017, en la formación académica de los futuros profesionales del derecho de nuestro país, figura la argumentación e interpretación jurídica, como competencias indispensables a desarrollar en los futuros abogados, en el área de la teoría del derecho y filosofía (15). En esa tarea hermenéutica del abogado debe primar el enfoque de derechos humanos, que permite conectar la tarea de construcción del mejor discurso jurídico disponible en la comunidad con los valores socialmente compartidos en ella. También figura en esos estándares para las carreras de Abogacía la enseñanza de la ética profesional a los operadores del derecho. La cuestión es cómo enseñar ética profesional sin quedar encerrados en la mera lectura dogmática de los textos deontológicos.

La universidad es mucho más que una organización dedicada a la  reparación profesional y técnica del estudiante que transita la educación superior. En la universidad debemos desarrollar las capacidades personales, relacionadas con la dimensión proyectiva de la persona, formando profesionales por y para la comunidad. Pero, a su vez, debemos trabajar la dimensión introyectiva de la persona, su capacidad para reflexionar sobre el papel que representa en la comunidad en la que vive. En esto reside la perspectiva ética de la formación profesional, que integra ambas dimensiones: la proyectiva y la introyectiva.

Formar entonces operadores jurídicos en tanto personas implicadas, preocupadas por su comunidad, conscientes de su rol profesional en la sociedad. Profesionales del derecho que sepan atender éticamente los  dilemas sociales que sus comunidades presentan y a los que son llamados a intervenir de manera monopólica, o cuasi monopólica. La formación del profesional del siglo XXI ha de apostar por la responsabilidad. Una actitud responsable, comprometida con la libertad, la igualdad, la equidad, el respeto activo y la solidaridad.

El profesional que formamos no puede obviar pensar en el impacto que sus acciones puedan tener en los vínculos sociales en los que interviene. La formación universitaria ha de estar centrada en la responsabilidad profesional, en el conocimiento de los derechos y deberes del ejercicio de la profesión y su impacto en la vida de las personas.

Pero ¿Qué ha venido ocurriendo con la formación integral del profesional en las escuelas de derecho? En las universidades en el siglo pasado, en particular las universidades de países de tradición romanista, se enseñaba a recitar los Códigos, instrumentos completos y exhaustivos, verdadera voz del pueblo encarnada en sus representantes, los legisladores. Y se esperaba de los jueces tan sólo recitar el articulado correcto al momento de resolver el caso. Este ideal racional moderno se impuso en la enseñanza del derecho a partir del movimiento codificador. En el siglo XX el estudio del derecho quedó reducido o simplificado al estudio del lenguaje jurídico. La reflexión sobre el rol profesional que el abogado cumple en las democracias deliberativas, como miembro del servicio de justicia, en su rol contra-mayoritario, permaneció oculta.

El extrañamiento propuesto por la dogmática jurídica de la base sociológica del derecho ha descontextualizado las reglas del derecho. Difícilmente podamos desde las universidades formar profesionales sociales, si desconocemos la realidad social en el aula, si no trabajamos partiendo de la experiencia jurídica y del problema central que encierra, que es el de la mejor convivencia asociada. La capacitación en el uso de las técnicas y herramientas jurídicas más avanzadas es indispensable aunque no resulta suficiente, si queremos que la actividad profesional sea eficiente en términos de moldear las relaciones sociales y trabajar en la armonía de la convivencia asociada.
Y aquí aparece un nuevo riesgo para la formación en la dimensión ética del profesional del derecho.

Podemos caer en la trampa de creer que la enseñanza del rol del abogado, puede quedar reducida al estudio de los Códigos de Ética Profesional (del abogado, del juez y del funcionario judicial) o de la Ley de Ética Pública.

La formación del carácter del profesional del derecho, en esas  competencias personales que debe adquirir para transformarse en un operador jurídico eficaz, ha de reconocer, como punto inicial el conocimiento de la experiencia jurídica, y como horizonte o punto de fuga, el eje central destacado por Bobbio (16), el logro de la mejor convivencia asociada. Desde allí podrá ver en perspectiva el sentido del rol profesional dentro de su comunidad, la dimensión ética de su profesión. En la  comprensión del caso, el operador jurídico logra percibirse y proyectarse como miembro del servicio de justicia en el Estado constitucional de derecho. Abogado que resguarda los consensos y el ideal de justicia vivo en su comunidad, marcando el límite a la decisión de la mayoría sobre lo que puede ser decidido y los espacios de decisión no disponibles, maximizando las libertades de sus conciudadanos y las obligaciones del Estado y a su vez controlando el límite del poder del Estado.

Abogado traductor e igualador de sus conciudadanos, en el resguardo de sus libertades. La formación deberá incluir actividades que le permitan al estudiante introducirse en el tema, para reflexionar sobre el rol profesional, para tomar contacto con la realidad en la que deberá intervenir, y contextualizar su intervención, entendiendo el caso en su contexto social, no perdiendo de vista el sentido de toda intervención en una experiencia jurídica. En el análisis de los casos, la formación del carácter del profesional del derecho del siglo XXI exige también la reflexión introyectiva, descentrarse y pensar su rol desde la perspectiva del justiciable.

Desde esa perspectiva, podrá comprender el sentido de su intervención como operador jurídico en la comunidad. Y completará el análisis, en el reconocimiento del impacto que su intervención tiene en esa experiencia jurídica, por la que debe responder.

Finalmente, y para concluir, en la formación el profesional del derecho ha de conocer la experiencia jurídica en su complejidad. La experiencia jurídica, como experiencia humana, es el resultado de complicados procesos de reconocimiento y comprensión de significados y sentidos, en el que inciden problemas de determinación fáctica, otros estrictamente hermenéuticos derivados de la determinación normativa y la especificación de sus significados y, por último, factores subjetivos y contextuales de índole social, política e ideológica.

La formación de los profesionales que actuarán en el servicio de justicia de sus comunidades, ha de incluir estas múltiples dimensiones de la experiencia jurídica. El operador del servicio de justicia en el siglo XXI, para cumplir con el activo rol que tiene en el Estado de derecho constitucional, deberá intervenir en la complejidad de toda experiencia jurídica, recurriendo a:

1. La intra-disciplina: hacia el interior de la propia ciencia. La especialización científica nos empuja a la fragmentación, a la profundización del conocimiento a través de la parcelación del objeto de estudio. Pero a mayor especialidad, mayor parcialidad. La intradisciplina nos vuelve a conectar con la totalidad de nuestro objeto de estudio, con el fenómeno jurídico en su completitud.

2. La interdisciplina: hacia la comunicación con las demás disciplinas. Nuestro objeto de estudio el fenómeno jurídico es un fenómeno social, es un objeto que compartimos con las demás ciencias sociales (sociología, psicología, antropología, lingüística, arqueología, economía, historia). La perspectiva que aportan esas otras ciencias sociales es indispensable en la comprensión de la experiencia jurídica.

3. La transdisciplina: hacia la integración de la ciencia con las demás disciplinas, ya que la fragmentación de la realidad en objetos científicos observables y medibles debe poder integrarse en su contexto. Aislamos nuestro objeto de estudio para conocerlo, pero no podemos comprenderlo sino en su contexto.

La excesiva fragmentación propuesta por la ciencia moderna, siguiendo el método cartesiano de fraccionamiento y simplificación del enigma en sus diferentes partes, se tradujo en la excesiva simplificación de nuestro objeto de estudio y en el parcelamiento en subdisciplinas científicas de espaldas al análisis integrador del fenómeno. Una verdadera deshumanización de la ciencia. Las consecuencias fueron un aumento de la parcialidad en las soluciones brindadas por el servicio de justicia y la ineficiencia de la intervención de los operadores jurídicos. Esto se traduce en la desconfianza en el servicio de justicia por parte del justiciable, cuyos índices alarmantes ya hemos compartido.

V. Conclusiones

En la función de igualador en el discurso jurídico, brindando la mejor respuesta disponible en un tiempo determinado al reclamo ciudadano, y en el rol de traductor del interés particular en términos de interés público, acorde con las reglas deliberativas de la democracia constitucional, el abogado recibe el monopolio en el acceso a la deliberación judicial con el objeto de garantizar la igualdad de todos ante la ley en el debate jurisdiccional.

Por esta razón, el abogado se asimila en dignidad al magistrado, conforme lo prevén el Código Procesal Civil y Comercial de la Nación en el art. 58 y los concordantes de los Códigos Procesales de las provincias. En el debate judicial, los abogados de las partes y el juez entablan un diálogo jurídico, y en esa situación de paridad elaboran la mejor respuesta jurídica asignable al caso en debate. Los abogados deben desarrollar los mejores argumentos para convencer al juez, a partir de una idea central: que el interés de su cliente debe ser atendido, por estar avalado por el interés público, que se halla plasmado en las reglas del derecho obtenidas a partir de los consensos democráticos. A su vez, el juez debe motivar su sentencia y fundamentar sus decisiones, de manera de convencer al ciudadano que le ha entregado el uso del monopolio de la fuerza, uso de la violencia que a él le ha sido expropiada. El respeto y la dignidad entre los profesionales que deliberan en el ámbito judicial, son indispensables para lograr esa respuesta jurídica, la más justa para su comunidad.

Es ese rol monopólico en la deliberación judicial que le fue asignado al profesional del derecho por el Estado, el que determina a su vez, el deber de asegurar la representación a todas las personas de su comunidad, y fundamentalmente a quienes se encuentran más desaventajados. Es por esa razón, que todas las legislaciones prevén el deber de los abogados y de las asociaciones de abogados, de asegurar la gratuidad del servicio jurídico para las personas que no cuenten con los recursos económicos para afrontar el pago de los honorarios profesionales, e incluso sancionan a quienes evadan esta obligación. Incluso se organizan consultorios jurídicos gratuitos con ese fin.

Otro modo de asegurar la igualdad en el debate jurisdiccional de colectivos postergados, lo constituyen las clínicas jurídicas de interés público. En el enlace entre organizaciones intermedias de la sociedad civil (ONG) que actúan en defensa de un derecho específico, utilizando acciones colectivas, y la investigación y práctica universitaria de las carreras de Abogacía, se crean clínicas jurídicas especializadas en temas como derechos humanos, infancia y adolescencia, inmigrantes, ancianidad, entre otras. En este caso, con las clínicas jurídicas de interés público se cumple un doble rol: a la vez que se trabaja en la consolidación de sistemas de protección de derechos de ciertos colectivos más vulnerables, se crea la conciencia en el abogado en formación acerca de la responsabilidad social que le cabe en el ejercicio de la profesión.

Finalmente podemos dar respuesta a las preguntas con las que iniciamos este trabajo y transformarlas en afirmaciones:

1. Afecta a la vigencia social del derecho el desempeño del profesional del derecho, que defiende, o bien no pone freno, a los poderes invisibles ilegales y extralegales que atentan contra las instituciones democráticas. Por ejemplo, cuando el abogado en su práctica profesional antepone intereses particulares a la defensa y promoción de los derechos humanos de sus conciudadanos.

2. El operador jurídico es responsable frente a la oscuridad e inaccesibilidad del derecho, fundamentalmente, en los casos en los que esa dificultad en la comprensión del derecho afecta a los colectivos más vulnerables de su comunidad.

3. El profesional del derecho en ejercicio de su rol, debe trabajar para reducir la ambigüedad y vaguedad de las reglas, su indeterminación, comunicando de manera sencilla los contenidos jurídicos a sus destinatarios. El derecho que no se conoce no se puede ejercer.

4. La tarea interpretativa frente a la contradicción normativa, a la vez que brinda un mayor grado de coherencia al sistema y certeza en los destinatarios de las reglas, asegura la vigencia de los derechos humanos y evita su avasallamiento por parte de quienes detentan el poder en las comunidades.

5. La responsabilidad de los abogados en la democracia deliberativa, como promotores de la vigencia social de ese universo simbólico que constituye el derecho, exige una actividad argumentativa orientada al respeto y vigencia de los derechos humanos en sus comunidades.
Entendemos, desde esta perspectiva, cuál es la función del profesional del derecho en el siglo XXI en toda democracia deliberativa y, en particular, en nuestra región. Es en esta práctica argumentativa en la que los derechos humanos dejan de ser meras declaraciones de instrumentos internacionales y locales, para formar parte del derecho vivido por las personas. Abogados promotores del Estado social de derecho, que desde su práctica retórica ponen en movimiento las garantías para hacer efectivos los derechos fundamentales de los ciudadanos, sea en aquellos casos en los que las normas que los reconocen no se cumplen, como en los supuestos en los que aún no han logrado un adecuado reconocimiento en el derecho interno. Las escuelas de derecho debemos replantear los planes de formación profesional, para que incluyan materias y enfoques que promuevan el desarrollo en el operador del derecho de competencias personales, además de las puramente disciplinares. La formación del carácter del abogado debe incluir en este nuevo milenio, la capacidad de reflexionar sobre su rol en la comunidad, la aptitud para proyectar los alcances de su intervención en toda experiencia jurídica, y la habilidad para tomar en cuenta la perspectiva del justiciable a quien pone voz, dentro el debate jurisdiccional.

Los planes de estudio deberán estar abiertos al diálogo entre los diferentes campos científicos, brindando herramientas al futuro profesional para poder tender esos puentes entre saberes, y eludir el problema de la fragmentación científica, que ha tornado al profesional del derecho en un operador ineficaz.

(*) Abogada. Magíster en Derecho de los Negocios, Universidad Adolfo Ibáñez, Santiago, Chile. Directora de la carrera de Abogacía, Universidad de San Isidro «Dr. Plácido Marín».
(1) MORA MORA, L. P., «Gestión judicial: algo más que números», en Conferencia de las Cortes
Supremas de las Américas, 1ª ed., Ed. Corte Suprema de Justicia de la Nación, Buenos Aires, 2009, p. 83.
(2) El estudio Latinobarómetro es producido por la Corporación Latinobarómetro, una ONG sin fines de lucro con sede en Santiago de Chile, que es la única responsable de los datos. En 1995, Latinobarómetro realizó
el trabajo de campo de la primera ola de encuestas de América Latina que incluyó 8 países: Argentina, Brasil, Chile, México, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela. A partir de 1996, el estudio se hace en 17 países,
incorporándose en 2004 República Dominicana, completando así los 18 países latinoamericanos, con la excepción de Cuba. En 2015 se cumplieron 20 años de este seguimiento de la opinión pública en las sociedades
latinoamericanas. A la fecha, se han realizado 20 olas de mediciones con un total de 374.468 entrevistas. La medición de 2017 aplicó 20.200 entrevistas, entre el 22 de junio y el 28 de agosto, con muestras representativas
del 100% de la población de cada uno de los 18 países, representando a la población de la región, que alcanza 600 millones de habitantes.
(3) CORPORACIÓN LATINOBARÓMETRO, «Informe 2017», www.latinobarometro.org/LATDocs/
F00006433-InfLatinobarometro2017.pdf.
(4) GARCÍA AMADO, J. A., «Razonamiento jurídico y argumentación. Nociones introductorias», Ed. Eolas, España, 2012, p. 82.
(5) FERRAJOLI, L., «Derecho y razón. Teoría del garantismo penal», Ed. Trotta, España, 2009, p. 864.
(6) FERRAJOLI, L., «Derecho y razón…», cit.,2009, p. 424.
(7) CÁRCOVA, C. M., «La opacidad del derecho», Ed. Trotta, Madrid, 1998, p. 39.
(8) NINO, C. S., «Ocho lecciones sobre ética y derecho», Ed. Siglo XXI, Argentina, 2013, p. 63.
(9) FERRAJOLI, L., «Derecho y razón…», cit., 2009.
(10) HAN, Byung-Chul, «Sobre el poder», Ed. Herder, España, 2016, p. 169.
(11) Y en tanto principio es aquello que está antes, que principia o constituye un presupuesto de otra cosa.
(12) BÖHMER, M., «Igualadores y traductores. La ética del abogado en una democracia constitucional», en ALEGRE, M. – GARGARELLA, R. – ROSENKRANTZ, C. F. (coords.), Homenaje a Carlos S. Nino, Ed. La
Ley – Facultad de Derecho, UBA, Buenos Aires, 2008, p. 11.
(13) BÖHMER, M., «Igualadores y traductores…», cit., 2008, p. 25.
(14) UNESCO, «Declaración mundial sobre la educación superior en el siglo XXI», 09/10/1998.
(15) Estándares para la acreditación del título de abogado, res. ME 3401/2017, del 08/09/2017.
(16) BOBBIO, N., «Contribución a la teoría del derecho», Ruiz Miguel, Alfonso (ed.), Ed. F. Torres, Valencia, 1980, p. 35.

Publicado en: LA LEY 10/01/2019, 10/01/2019, 1 – LA LEY10/01/2019, 1 – LA LEY 11/01/2019, 11/01/2019,
1 – LA LEY11/01/2019, 1
Cita Online: AR/DOC/2788/2018

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