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3 Oct 2016

ARTÍCULO DE OPINIÓN – Democracia y Justicia por Guido Risso

A comienzos de la década de los noventa, la democracia como sistema político parecía haber llegado a su plenitud, por esos años culminaba aquello que se conoció como la «tercera ola de la democracia» llamada así porque docenas de países en esa época establecieron democracias electorales.

Como resultado de este proceso, por primera vez en la historia de la humanidad hubo más personas viviendo bajo regímenes democráticos que sujetos al autoritarismo político.

Ahora bien, a pesar del gran entusiasmo inicial creado por esa ola democratizadora, al poco tiempo, estudiosos de los procesos de transición y consolidación democrática comenzaron a cuestionar el estatus democrático de muchos de los países de la «tercera ola”.

Esta preocupación por las democracias se instala y pone en crisis la noción schumpeteriana de democracia, que la sintetiza como un sistema de libertad electoral y de competencia entre distintas opciones políticas.

En este tipo de democracias minimalistas o schumpeterianas la suerte de gran parte de la población, generalmente los más pobres, la población rural y los miembros de las minorías, es la misma que aquella que tenían en los sistemas autoritarios, es decir, la democracia no dignificó sus vidas. Siguen padeciendo los mismos problemas: hambre, desamparo, falta de salud y educación.

Las similitudes incluyen violación de los derechos humanos por parte de la policía, falta de acceso al sistema judicial y la existencia de un trato desigual por parte de las instituciones.
Esta realidad introdujo la noción de «consolidación», permitiendo argumentar que los regímenes que exhiben graves faltas de respeto a los estándares constitucionales, son «democracias no consolidadas».

Ahora bien, ¿cómo se consolida la democracia?

Que pueda consolidarse mediante la implementación efectiva de un verdadero Estado social de derecho no es algo novedoso, y hay mucho que decir en su favor.

Lo que si constituye una novedad es la aparición de la jurisdicción como un sujeto activo y protagónico del Estado social de derecho. El poder judicial de las democracias modernas no es el mimo que aquel del viejo Estado de Derecho kelseniano.

Pensemos como el poder judicial fue una pieza clave en el proceso de consolidación formal de la democracia argentina en esta última etapa.

Sin duda el rol histórico de aquel tribunal que juzgó y condenó a la junta militares hace 35 años, pegó los ladrillos fundamentales de nuestra democracia actual. Es decir, consolidó su dimensión formal. Procedimental. Garantizó la libertad.

El juez, o mejor dicho, aquellos hombres y mujeres que trabajan de juez, tienen en sus espaldas una responsabilidad mayor que la de resolver el planteo formulado en el expediente que está sobre su escritorio. Pues cada decisión que ellos adoptan aporta en alguna medida ese cemento para seguir construyendo.

Ese cemento social, esa mezcla de derecho, de razonabilidad en la interpretación y aplicación del sistema legal, no solo sigue pegando nuevos ladrillos, sino que refuerza los ya pegados.

Trabajar de juez, es eso. Un trabajo. Como el docente, el comerciante, el muchacho que va a la fábrica todas las mañanas. Todos construyen la democracia. Día a día. En la democracia a diferencia del cine, no hay actor protagónico, de reparto o extras, pues todos son protagonistas.

La democracia sustancial para consolidarse necesita de la participación de todos. Sucede que en la película del Estado social de derecho, al juez le ha tocado un papel distinto al que tenía en el viejo Estado legalista y lleva tiempo, para algunos más que para otros, adaptarse al nuevo guion: el de la Constitución más el derecho internacional de los derechos humanos.

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