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28 Mar 2017
abogacía práctica profesional

ARTÍCULO DE OPINIÓN – El Estado, la democracia y los “cansados”, por Guido Risso

El Estado, la democracia y los “cansados”

Por Guido Risso

El autor es Abogado,  Doctor en Ciencias Jurídicas, experto en Constitucionalismo y Profesor de la Carrera de Abogacía en la Universidad de San Isidro “Dr. Plácido Marín”.

Las democracias liberales se enfrentan, sin duda, a una crisis de representación que se manifiesta por un creciente descontento social. Una de las principales consecuencias de esta crisis es que comienza a transformar a nuestros sistemas políticos. Si miramos lo que ocurre en gran parte del mundo, vamos a observar un agotamiento de las formas de gobierno tradicionales.  Sucede que, en el trasfondo de esta crisis de modelos de gobernanza, aquello que cruje es la democracia, la cual ha sido puesta en jaque por un sistema económico que ha generado un escenario mundial en donde casi el 50% de la riqueza está en manos del 0,7 % de la población (unas 34 millones de personas).

El mundo de hoy está poblado por millones de seres humanos que sobreviven con tan solo 1 (un) dólar diario, por trabajadores degradados, por refugiados que huyen de los bombardeos o del hambre, por batallones de desempleados, por violencia institucional y por burocracias indignantes. Puedo sintetizarlo del siguiente modo: el sistema actual ha convertido a la vida moderna en la reiteración de momentos angustiosos.

Esta situación, ha generado, en la palabra del filosofo Byung-Chul Han, “La sociedad del cansancio”, es decir, el efecto final de un sistema deshumanizante. Y, cuidado: uno de los mayores peligros para el sistema político es que el cansancio no se limita al individuo y a su angustia personal, sino que posee una dimensión social, pues el cansancio deprime, aísla y divide. Estos cansancios configuran violencia, porque destruyen toda comunidad, toda cercanía. Incluso, sostiene el autor, atacan el mismo lenguaje. Es por ello que la democracia tambalea, porque no encaja en este modelo de “sociedad cansada”.

En este contexto, en donde los efectos de la concentración de la riqueza afectan la dignidad y la salud de las grandes mayorías, los sistemas políticos modernos se muestran impotentes y quedan expuestos a numerosas y profundas contradicciones, y en consecuencia, han entrado en una doble crisis. Por un lado, una “Crisis de operatividad”, que tiene que ver con el aspecto formal del sistema político, es decir, con la forma y la gestión gubernamental. En otras palabras: los gobiernos funcionan mal, puesto que carecen de la capacidad de regular semejante concentración de la economía y de detener la devastación social.

Y, por otro lado, se registra una “Crisis de legitimidad”, que se refiere y afecta al aspecto sustancial del sistema político: la democracia. La sociedad del cansancio es cada vez menos democrática, pues, a mayor cansancio, menor apego a la democracia. Urge, entonces, resolver el aspecto formal. En otras palabras: si no pensamos una nueva forma de gobernanza y otras categorías de gobierno con el poder suficiente para recuperar legitimidad, la sociedad del cansancio arrasará con la democracia misma. Es decir: para resolver la crisis de legitimidad, se debe primero solucionar el problema de operatividad. Ese es el camino y no el inverso, como algunos creen. Si el sistema político resuelve lo operativo, entonces recupera legitimidad.

El asunto se vuelve aun más delicado cuando vemos como, a medida que avanza la sociedad del cansancio, comienzan a surgir sistemas políticos basados en liderazgos de tipo autocráticos; una especie de sistema de autocracias competitivas, en donde los propios pueblos le brindan apoyo a quienes les prometen seguridad y ultranacionalismo a cambio de ceder parte de sus libertades y derechos civiles y políticos. La sociedad del cansancio comienza a avanzar por sobre la democracia. Esto no es una mera conjetura teórica, ya está sucediendo. Aparecen, así, los “voceros” de los cansados.

Ejemplos concretos y actuales:  Vladimir Putin (Rusia), Rodrigo Duterte (Filipinas), Recep Erdogan (Turquía), Abdel al-Sisi (Egipto), Viktor Orban (Hungría), los Le Pen (Francia), el partido “Amanecer Dorado” de Grecia, Gianluca Iannone (Casa Pound en Italia), Frauke Petry (Alternativa para Alemania), Norbert Hofer (Partido de la Libertad de Austria),  Timo Soini (Verdaderos Finlandeses), Donald Trump, o bien el fenómeno del Brexit británico, que amenaza con replicarse en otros países de la Unión Europea.

Estos líderes se presentan como fuertes críticos del sistema, lo ponen en duda y explotan el cansancio de la gente. Su estrategia consiste en establecer una frontera entre el pueblo y la democracia. En este contexto, los sistemas de gobierno tradicionales han quedado como una construcción obsoleta, como un conjunto de instituciones y prácticas políticas que no resuelven los problemas de las personas.

Los gobiernos son cada vez menos capaces de evitar el deterioro económico de sus pueblos, de sus trabajadores, de sus estudiantes, de sus jóvenes, no pueden asegurar una vejez digna a sus ciudadanos, no consiguen controlar la concentración del capital y de la información, la transferencia de riqueza en cuestión de segundos, no pueden resolver el fenomenal flagelo del crimen organizado, del narcotráfico, la trata de personas, la cibercriminalidad y la contaminación ambiental, todo lo cual avanza ante el mármol de las instituciones.

La consecuencia de este fenómeno es que las formas políticas de representación y de gestión tradicionales ya no cuentan con la confianza popular. Excepcionalmente algo que provenga del régimen actual podrá generar algún tipo de entusiasmo y transformación genuina en la sociedad.

Surge entonces el siguiente interrogante: ¿Estamos ante el fracaso del sistema político actual? La respuesta es: sí. El esquema institucional vigente no hace más que deteriorar gradualmente la calidad de vida de las personas y generar mayores dosis de cansancio social. Como sostuve antes: para las grandes mayorías, la vida moderna es una sucesión de momentos angustiosos. Desde que la humanidad cuenta con algún sistema político medianamente organizado, hasta el nacimiento de los estados-nación, el costo de los pueblos ha sido siempre padecer la desigualdad económica originada por una demoledora distribución de la riqueza, generando finalmente las sociedades del cansancio y la crisis que hoy sufren las democracias modernas. Pues es fundamental resaltar que, en nuestros días, la igualdad o desigualdad ya no se refieren a la tradicional diferencia de acceso a niveles de confort o acceso a bienes y servicios, es decir, no tienen una significación netamente económica o material. Hoy, se ha llegado al extremo en que constituyen la diferencia entre la dignidad e indignidad.

Estamos ante la paradoja, como sostiene Thomas Piketty, en que la igualdad o desigualdad no se vinculan con el desarrollo económico. Es un error sostener que la igualdad es una consecuencia directa de la prosperidad económica, como también es un error afirmar que la desigualdad es consecuencia del deterioro económico. Es por eso que observamos en tantos lugares del planeta situaciones que muestran cómo en contextos de crecimiento de la economía, aumenta la desigualdad o, por el contrario, en períodos de recesión económica, aumenta la igualdad. Confundimos el PBI con el índice de Gini.

Sucede que la variable que se vincula con la igualdad en la calidad de vida es la “distribución”, específicamente el método, el criterio y la finalidad que motiva la distribución. Lo cierto es que -guste o no- el sistema político sólo tiene influencia sobre el método de la distribución, pues ha cedido al mercado el control tanto del criterio como de la finalidad.  A estas alturas, ya es una realidad histórica que los Estados no han conseguido recuperar el control del criterio y finalidad de la distribución de la riqueza. Está a la vista de todos cómo en el último siglo la concentración de la economía ha producido índices escalofriantes que ni el propio Corrado Gini llegó a ver en su Italia natal. Los Estados no logran detener la tendencia hacia mayores concentraciones de ingresos y nada indica que consigan hacerlo.

La primera conclusión es desoladora: el estado-nación ha perdido su función original, su causa-origen, que es la protección y cuidado de su población, y ha devenido en un gestor de problemas técnicos. La única opción deseable para disminuir la desigualdad y, en consecuencia, salvar las libertades propias de la democracia es refundar los Estados y los sistemas políticos.  Esto nos obliga a pensar una nueva forma de gobierno que, por supuesto, contenga los valores de la democracia y los derechos humanos. Charles Darwin decía: «No es la especie más fuerte la que sobrevive, ni la más inteligente, sino la que mejor se adapta a los cambios» Esto vale, también, para lo sistemas políticos.

Me refiero al aspecto formal del sistema, es decir, al aspecto operativo del que hablábamos antes, o sea, al modo de gestionar la democracia en cuanto a su capacidad de organizar relaciones y producir una mayor energía política que fortalezca al Estado. Sólo así contará éste con la potencia suficiente para imponerse al mercado y al capitalismo corporativo,  y recuperar entonces el control sobre los criterios y finalidades aplicables a la distribución de la riqueza.

 

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